Mi llegada al mundo de la talla fue simplemente inevitable.
Soy hijo de un gran tallista en una ciudad de larguísima tradición de maestros en este oficio. Estos maestros que me precedieron encontraron, encontramos, en las mesas procesionales de nuestra Semana Santa, el espacio ideal para desarrollar nuestras mejores creaciones. En mi caso todo parecía predestinado para que la talla en madera se convirtiera, primero en una afición, después en una profesión, y definitivamente en una pasión, pues como sucede frecuentemente en las vocaciones, el trabajo no es solo parte de la vida, sino la vida misma.
Han pasado más de treinta años desde aquella tarde en la que empecé a ser tallista, aunque sigue tan viva en mis recuerdos, como si hubiese sido ayer mismo. Tenía ocho años cuando pasé mi primera tarde en el taller de mi padre, en la calle Las Arcas nº2, junto a la plaza de Santa Lucia. No pude tocar ninguna herramienta, pero no me importó. Estuve toda la tarde embobado, viendo aquel movimiento de manos, que elegían con destreza la gubia adecuada para cada forma, escuchando el soniquete de la maza golpeando sobre la gubia, comprobando cómo la tabla de madera plana al principio de la tarde, comenzaba a tener “movimiento “, de una manera que me parecía mágica. Ésa tarde cuando volvía para casa, ya tenía decidido lo que sería de mayor, o mejor dicho, lo que ya era desde aquel momento. Sería tallista de madera y nada ni nadie, podrían impedírmelo.
Pasados los años, con la perspectiva del paso del tiempo, puedo decir que el sueño de ese niño se cumplió con creces. Aquel niño que fui sigue conmigo. Nunca he podido entender a los que, llegada su edad adulta, se alegran de haber dejado atrás al niño que fueron. Mi gran secreto ha sido dejarlo conmigo. Si lo hubiera dejado atrás, no habría aceptado algunos proyectos, pero él me empujó y eso supuso siempre un crecimiento profesional y personal. El niño intrépido hasta la inconsciencia siempre venció al adulto temeroso, y cuánto me alegro de que así fuera. El niño que fui mantiene valores como la ingenuidad, la inocencia, la nobleza o la falta de prejuicios que procuro mantener. Nunca dejaré escapar al niño que fui, sin él no sería nada.